por Silvia Bleichmar
A pesar de la masacre que significó la dictadura, parte de quienes la sufrieron pervive en la generación siguiente, la de sus hijos, hijos de desaparecidos, de exiliados, de asesinados, de presos políticos. Que, con esa marca en su identidad, viven y sueñan en el magma de la cotidianeidad.
Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine, investigación en ciencias, enseñan en universidades y escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje, algunos alfajores en las valijas, ponchos negros, rojos, blancos, fotos de familia y de amigos entrañables.
Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o interiores, cantaron canciones patrias de otras tierras que no les significaban nada, fueron a colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les producía el sufrimiento y en los cuales los trataron como extranjeros, descubrieron precozmente la exclusión y aprendieron que la solidaridad es un ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de su identidad y arrojados al vacío de sentido de una existencia construida contra las razones de su propio nacimiento: engendrados para sostener con vida la esperanza, como un acto extremo de afirmación y persistencia, la expropiación los desnudó de las envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de los nombres y destinos que sus padres soñaron para ellos.
Y sin embargo allí están: testimonio de la fuerza y de las reservas morales de una generación que se negó a su destitución y que los sostuvo no sólo a fuerza de reminiscencias sino de proyectos. De una generación a la cual injustamente se la acusó de deificar la muerte, cuando estos hijos dan cuenta del profundo anhelo de vida que la agitó.
Rescatados no sólo por el amor de la familia sino por la convicción de gran parte de la sociedad que había asistido a la infamia más brutal de la historia argentina en el siglo XX, fueron sus abuelas quienes lograron no sólo su recuperación sino generar en el conjunto de la sociedad la convicción de que no se trataba de un asunto privado, de un "derecho de familia", sino de una garantía necesaria para poder consolidar a las futuras generaciones sobre asentamientos más justos y seguros.
Cuando cada uno de estos niños recupera una identidad expropiada, se convierten en un paradigma de la sociedad toda: sólo el retorno a nuestros padres fundacionales, después de tanto apropiador que nos despojó de raíces y proyectos de origen, puede reparar nuestro exilio de más de un siglo de un país que no nos permitió su apropiación.
Las derrotas no se pueden medir por las batallas perdidas sino por la propuesta para las generaciones siguientes. La derrota es mucho más que un reconocimiento de los límites de la lucha, es la renuncia definitiva a nuevas batallas, la despedida de todo aquello por lo que se ha peleado. Conlleva, incluso, la renegación de los objetivos sostenidos.
Los derrotados se arrepienten no sólo de sus propias acciones sino incluso de aquello que los motivó a realizarlas. En esto consiste la derrota, porque se puede revisar el camino recorrido y los abismos a los cuales uno se asomó sin por ello renunciar a seguir caminando.
El golpe del 76 no derrotó a una generación: la masacró, la expulsó dela Patria , la encarceló y torturó, y brutalmente pretendió arrancarle no sólo sus proyectos políticos sino sus sueños e ideales: tornarla cínica, despojada de carácter, acomodaticia con las circunstancias, reducida a lo posible. Se le propuso a cada argentino llevar hasta el extremo el individualismo de salvarse sólo, el terror de ser dañado no por los represores sino por los amigos que estaban en riesgo, ya que su propio destino podía alcanzar como onda expansiva a quienes los rodeaban.
También se les ofreció a cambio de la moral un bono para canjear justicia por chatarra comprada con el uno a uno: un ser humano por una videocasetera, la educación por el shopping, un torturado por un viaje a Disney, la vista gorda por unas vacaciones en el Caribe,... Esta fue la herencia moral que pretendieron dejar los dictadores de los setenta.
Y sin embargo, en estos chicos que siguen negándose a concebir al otro como un enemigo, que escriben y hacen música, estudian y enseñan, se juntan en los recitales de rock y cantan a voz en cuello, crispados o irónicos "La argentinidad al palo" para levantarse al día siguiente y trabajar, cambiar los pañales de sus hijos, buscar la supervivencia cotidiana, rastrear en la historia para entender, una vez más, quiénes son, de dónde vienen, por qué nos pasó lo que nos pasó, cómo levantarnos de nuestros propios abismos... En estos chicos la derrota se arrincona, expulsada cada vez más a los límites extraterritoriales de los fantasmas colectivos y no de las acciones diurnas que la desmienten.
Por eso los hijos del setenta nos conmueven: son como una parte de nosotros mismos que nacieron, ya, atravesados por una experiencia que los hace desplegar lo posible sin renunciar a lo anhelado. Maduros desde chiquitos, obligados a ser responsables desde siempre, atravesados porla Historia , tratando de apropiarse de ella, lvan a la búsqueda de los sueños de las generaciones anteriores. Y como Sebastián, el "Nieto 82" recuperado, cuando abraza a sus abuelos y los consuela de tanto tiempo perdido, saben que para ellos el tiempo por delante se tiñe de sabores y olores anhelados, aún sin imágenes ni nombre.
Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine, investigación en ciencias, enseñan en universidades y escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje, algunos alfajores en las valijas, ponchos negros, rojos, blancos, fotos de familia y de amigos entrañables.
Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o interiores, cantaron canciones patrias de otras tierras que no les significaban nada, fueron a colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les producía el sufrimiento y en los cuales los trataron como extranjeros, descubrieron precozmente la exclusión y aprendieron que la solidaridad es un ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de su identidad y arrojados al vacío de sentido de una existencia construida contra las razones de su propio nacimiento: engendrados para sostener con vida la esperanza, como un acto extremo de afirmación y persistencia, la expropiación los desnudó de las envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de los nombres y destinos que sus padres soñaron para ellos.
Y sin embargo allí están: testimonio de la fuerza y de las reservas morales de una generación que se negó a su destitución y que los sostuvo no sólo a fuerza de reminiscencias sino de proyectos. De una generación a la cual injustamente se la acusó de deificar la muerte, cuando estos hijos dan cuenta del profundo anhelo de vida que la agitó.
Rescatados no sólo por el amor de la familia sino por la convicción de gran parte de la sociedad que había asistido a la infamia más brutal de la historia argentina en el siglo XX, fueron sus abuelas quienes lograron no sólo su recuperación sino generar en el conjunto de la sociedad la convicción de que no se trataba de un asunto privado, de un "derecho de familia", sino de una garantía necesaria para poder consolidar a las futuras generaciones sobre asentamientos más justos y seguros.
Cuando cada uno de estos niños recupera una identidad expropiada, se convierten en un paradigma de la sociedad toda: sólo el retorno a nuestros padres fundacionales, después de tanto apropiador que nos despojó de raíces y proyectos de origen, puede reparar nuestro exilio de más de un siglo de un país que no nos permitió su apropiación.
Las derrotas no se pueden medir por las batallas perdidas sino por la propuesta para las generaciones siguientes. La derrota es mucho más que un reconocimiento de los límites de la lucha, es la renuncia definitiva a nuevas batallas, la despedida de todo aquello por lo que se ha peleado. Conlleva, incluso, la renegación de los objetivos sostenidos.
Los derrotados se arrepienten no sólo de sus propias acciones sino incluso de aquello que los motivó a realizarlas. En esto consiste la derrota, porque se puede revisar el camino recorrido y los abismos a los cuales uno se asomó sin por ello renunciar a seguir caminando.
El golpe del 76 no derrotó a una generación: la masacró, la expulsó de
También se les ofreció a cambio de la moral un bono para canjear justicia por chatarra comprada con el uno a uno: un ser humano por una videocasetera, la educación por el shopping, un torturado por un viaje a Disney, la vista gorda por unas vacaciones en el Caribe,... Esta fue la herencia moral que pretendieron dejar los dictadores de los setenta.
Y sin embargo, en estos chicos que siguen negándose a concebir al otro como un enemigo, que escriben y hacen música, estudian y enseñan, se juntan en los recitales de rock y cantan a voz en cuello, crispados o irónicos "La argentinidad al palo" para levantarse al día siguiente y trabajar, cambiar los pañales de sus hijos, buscar la supervivencia cotidiana, rastrear en la historia para entender, una vez más, quiénes son, de dónde vienen, por qué nos pasó lo que nos pasó, cómo levantarnos de nuestros propios abismos... En estos chicos la derrota se arrincona, expulsada cada vez más a los límites extraterritoriales de los fantasmas colectivos y no de las acciones diurnas que la desmienten.
Por eso los hijos del setenta nos conmueven: son como una parte de nosotros mismos que nacieron, ya, atravesados por una experiencia que los hace desplegar lo posible sin renunciar a lo anhelado. Maduros desde chiquitos, obligados a ser responsables desde siempre, atravesados por
[Silvia Bleichmar, psicoanalista, murió el 15 de agosto de
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